De por qué yo festejo los “Día de…”
Ya de muy pequeña yo sospechaba de la adultez, ese
período gris donde parece que la magia se esfuma en un torbellino creciente de
obligaciones, y preocupaciones directamente proporcionales. El asunto de no
hallarme sujeta al yugo (suave, desde ya) de unos padres que con todo derecho
me decían lo que debía hacer (y lo que no) me seducía escandalosamente. Sin
embargo, miraba con recelo la aparente y consistente incapacidad de los adultos
de llenar el Universo de colores que no estuvieran en la paleta. Y a medida que
fui creciendo, me repetí a mí misma: “Nunca
crezcas, es una trampa”. Por supuesto que eso me valió la más invalidante
inmadurez, de la cual aún intento reponerme. Así y todo, sigo luchando contra
el impulso de los años de empatar los días, de hacerlos, con cierta compulsión
a la iteración, parecidos a los anteriores. Se me hace muy difícil, ya que mi
cuerpo ha crecido (con mis obligaciones y preocupaciones directamente
proporcionales) y el mundo adulto me ve y me trata como un par. Y desde ya, lo
que se espera de un adulto, no se lo puede esperar de un niño (¿o es al revés?).
Por lo tanto, juego imperfectamente mi rol de adulta, pero la careteo, y más de
alguno se come el verso. Y en mis ratos (espacios) libres me permito volver a
jugar, a imaginar, a crear lo que no existía antes de mí: un perreo improbable
y pobremente ejecutado, un “Y ME REFIERO AHÍ ABAJO” en el momento preciso para
desatar la carcajada, una palabras llenas de emoción e inocencia (“Qué hermosas
son las personas”), en fin, la apertura a un mundo fuera de este mundo.
La posibilidad de escapar, aunque más no fuera por
unos breves instantes, de este mundo adulto que confunde diversión con placer y placer con felicidad, que se toma
demasiado en serio a sí mismo despreciando lo que no entra en sus estrechos
límites, siempre fue mi idea de libertad. Por eso me fascinan los días
nublados, porque me sacan del tiempo ordinario más o menos previsible
(absolutamente imprevisible en verdad), para llevarme a otro tiempo, el del
mito, donde se recrea lo fundacional, lo que nadie ha experimentado pero todos
recordamos. ¡Ojo! Para que me entiendan: no cualquier día nublado, no. Los días
nublados donde el cielo está prácticamente negro, y son las 10 de la mañana y
parece que fuera de noche, y se puede sentir la electricidad en el aire, y la
atmósfera lúgubre es acompañada por ese olor indescriptible a lluvia (que sería
éxito de ventas, estoy segura)… Esos días salgo a la calle, miro el cielo y
sonrío. Sonrío porque SÉ que
en ese momento puede abrirse el cielo y descender una nave espacial y desatarse
una guerra desigual (como todas) y ya no van a importar las cosas de adultos
que nos consumen la vida. Y por un momento me traslado a la Guerra de los
Mundos (soy Dakota, obvio), y no estoy más en esta Argentina maravillosa donde
no llego a fin de mes ni al final del día.
Por la misma razón me pongo a bailar cuando suena
un celular en la fila del banco, o le hago chistes a la señora a la que le cedo
mi asiento en el subte, o canto “Libre soy, libre soy” extendiendo los brazos
cuando logro salir del vagón abarrotado de gente con cara de #nosoportomivida.
Sin embargo, el torbellino creciente de
obligaciones y preocupaciones directamente proporcionales es tan potente que yo
también me veo arrastrada a su trampa ventosa y veloz. Y sucede que por días, y
hasta semanas, hago tan bien el papel de adulta que por un momento me creo
peón, y avanzo un casillero por vez, haciendo lo que se debe, más o menos cómo
se debe, y me voy olvidando de cómo jugar, y las horas se me empatan unas con
otras y da lo mismo un día que otro. Pero entonces llega un “Día de...” el
amigo, por ejemplo. ¡WOW! Un día del amigo, qué groso. ¿Cómo no van a tener un
día mis amigos, si son los mejores del mundo? Sí, ya sé. Entiendo que es un día
comercial, que el día del amigo es todos los días (¿posta?), que no se puede
salir a ningún lado porque todos los lugares explotan porque son todos una
manga de ovejas que se someten al capitalismo que intenta poner en una caja el
cariño por tus amigos y vendertelo. Yo entiendo todo eso y me parece genial,
pero… Pero qué lindo cuando llego a la casa de Flor y la abrazo y ya estoy
empezando a disfrutar por adelantado los chistes que vamos a decirnos, las
risas (SU RISA) y las birras que vamos a compartir. Y en eso llega Guada, MI
Guada, la que se sienta conmigo desde 2º año y con la que solo basta una mirada
para comprendernos. Y entonces Pau tira alguno de sus comentarios atinadísimos
que nos hacen estallar, y Jor quiere devolver la pizza porque el queso se volcó
sobre uno de los lados de la caja, y July se cuelga y a todas se nos estruja el
corazón de amor por ella y su imitación de Moria Casán, y San nos hiptoniza
cuando habla, y Sol aparece en un Skype e ilumina el comedor y es un día de
semana y son las 2 de la mañana y yo no puedo creer que mañana haya que ir a
trabajar. ¿De qué me hablan? No, no estamos en el mundo de las
responsabilidades (de las obligaciones y preocupaciones directamente
proporcionales), estamos en otro tiempo, lleno de risa y color, y cerveza y
comida, y sobrinos hermosos y alguna que otra lágrima. Y sí, hay otros días al
año que se puede repetir el truco, pero cada una está en su propio lugar del
torbellino, y se nos hace cada vez más difícil coincidir en la puerta para ir a
jugar. Por eso el “Día de” cobra sentido, y lo agradezco.
Y así con la mayoría de los “Días de”.
El de la madre es una oportunidad para dejar de
ser la protagonista (¡qué difícil, mierda, sobre todo con ella!) y complacer a la
que tanto hizo por mí. Entonces planeo algún paseo diferente, o la invito a ver
una obra para hacerla reír.
El del padre nos obliga a compartir unas tortas
fritas y un mate, mi hermano presente, que no haríamos de otro modo. Y ese día
no hacemos mucho más que simplemente dejar trascurrir las horas junto a él, y
esa es magia suficiente.
El de la mujer para recordar todo lo vivido, todo lo
ganado, y todo el terreno que resta por conquistar. Y ese día me obliga a
reflexionar sobre asuntos que doy por sentado.
El del actor para recordarle a mi tía Manusa que
soy su fan Nº 1 y la admiro más que a muchas otras actrices. Entonces busco las
palabras más dulces y sinceras para que ella sea capaz de percibir la verdad de
mis elogios.
La semana de la dulzura para llenar de mimos
dulces a mis amigos. Y entrego el Marroc como si fuera un objeto sagrado, una
gran ofrenda y espero en regreso lo que es la verdadera ofrenda, un beso y un
abrazo de los que me rodean.
El día del niño para ir disfrazada junto a mis
amigos a los Hospitales y llevar alegría. Y ese día se vuelve una verdadera
fiesta en el Hospital, que se llena de narices rojas y Pepinos, Mandarinas y
Maletitas.
El del tío para recordarles que son mi orgullo. Y
entonces le repito a mi tía Lalu que si no fuera mi tía sería mi amiga.
El de los animales para apretujar a Queen y
compartir una foto de ella en Facebook para que todos se derritan con sus
ojitos de gato de Shrek.
Y así, y así, con cualquier día pelotudo que andá
a saber quién (y mucho menos por qué motivos) declaró X día como “Día de” y a
mí me da la excusa perfecta para escaparme del mundo gris y viajar a uno más
ameno, donde las personas que amo son las protagonistas y puedo hacerlas sentir
especial.
¿Podré guardarme este San Valentín los mundos que
guarda mi corazón?
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