Historia de dos almas
Existe un jardín donde las almas
que esperan encarnar pasan sus tardes y sus mañanas. Allí se encuentran, se
conocen, se hacen cercanas. Cuando llega el momento de separarse, porque una de
ellas está por nacer, prometen con desesperación jamás olvidarse. Prometen
buscarse en la Tierra para continuar la amistad… Sin embargo, el cuerpo del
hombre lo olvida todo, y sabe que algo le hace falta, pero no sabe qué… Busca y
se frustra, porque no sabe lo que busca. Pero en determinado momento, conoce a
alguien y algo sucede. Sucede que la energía que se encontraba dispersa
comienza a fluir en una sola dirección. Sucede que la razón no comprende el
porqué de la conexión. Sucede que las almas se reconocen, aunque los corazones
apenas estén comenzando a hablar. Sucede que una parte nuestra “recuerda” la
familiaridad con la que nuestras almas se encontraban para jugar, para
descansar sobre la hierba fresca y abrazarse al caer el sol… Esta la historia
de dos almas que se reconocieron:
La soledad no entiende de
razones. Ella, en la ciudad plagada de gente, de luces y movimiento, se siente
sola. Está acostumbrada a sentirse así,
y ha aprendido a vivir de esa manera. Le encanta conversar, hacer reír a los
demás, dejar transcurrir el tiempo en compañía de otros. Sin embargo, ha
aprendido a acompañarse de sí misma. No puede evitar sentirse siempre un poco
fuera de lugar, como una extranjera, por lo que se cobija en su mundo interior,
donde puede simplemente ser… Sabe que no debiera esperar nada, pero desea que
llegue alguien a su vida con quien compartir esos besos que guarda con celo en
su corazón. Los abrazos se le acumulan en el alma sin que aparezca quien los
reciba en su pecho.
Él disfruta de estar solo. Ha
dejado atrás muchas cosas para ir en busca de la paz. Trabaja con sus manos, en
contacto con la naturaleza, y deja que el tiempo se le escurra llenándose del
sonido del viento, del destello de las estrellas y del verde vibrante de los
pastizales. Donde está se siente a gusto, aunque por momentos la soledad se le
vuelve pesada. Comienza a sentir el deseo de compartir con alguien aquello que
ha encontrado. Extraña la sensación de tener una mujer entre los brazos.
Extraña que su cansancio sea cobijado con dulzura en el pecho tibio de una
compañera. A él también se le comienzan a acumular los besos en el corazón.
En una de esas noches solitarias,
el espacio virtual los reúne bajo el mismo techo. Con naturalidad él la invita
a su espacio imaginario, y ella ingresa en esa dinámica velozmente, como si ya
hubieran bailado juntos esa danza. “¿Y tú estás aquí como para charlar con alguien y crear la ilusión de compañía?”,
interroga ella con curiosidad. “A veces termino siendo el que acompaña a otros,
olvidando que el solitario soy yo”, desliza él por el teclado. “Oh... Bueno, en ese
acompañar la soledad se consuela”, responde ella desde su corazón, y él… Él
queda prendado de sus palabras.
Las horas transcurren, los días
pasan, la “relación” evoluciona con velocidad. Se buscan, para hacerse
compañía. Se encuentran lejos, muy lejos, el uno del otro, pero intentan mediante
las palabras salvar las distancias que los separan. El deseo recorre el espacio
virtual, viene y va en ambas direcciones, y ambos piensan lo mismo… Sus almas
se reencontraron. Sin embargo, la soledad persiste, porque no pueden tocarse,
sentirse, abrazarse… Pero comparten la ilusión de la compañía en esa intimidad
en la que se sumergen por las noches, antes de dormir en el pensamiento del
otro. A ella no le alcanza, no hay nadie en esta ciudad para gastar sus besos.
Con timidez, con angustia, desliza la pregunta: “¿Nos veremos alguna vez?”
“Difícil, pero no imposible”, responde él. Y ella queda con la ilusión
suspendida en el aire de su habitación, junto con esas palabras, pero sobre
todo con una: “difícil”. Piensa: ¿qué es
difícil para el alma que anhela?
El tiempo avanza y las almas se
adentran en la aventura que la urgencia de sus deseos les propone. Los días pierden la sustancia si no se buscan el uno al otro. Por las noches solitarias juegan a
acompañarse. “Abrazame”. “¿Me sentís?”. “Más de lo que crees”. Y por un momento
pueden cerrar los ojos y sentirse realmente juntos… Que el sueño pronto los
arrastre a sus profundidades, antes de que puedan darse cuenta que están
abrazados a una ausencia. Mañana ya tendrán tiempo de volver a escenificar esa
ilusión que los consuela. Hasta que…
Una oportunidad se presenta, una
de esas que se hacen esperar pero llegan en el momento adecuado. Una
oportunidad para que estas almas amantes se reencuentren, se reconozcan al mirarse
a los ojos. Ella viaja a su encuentro, a ese paraje oculto donde él se refugia.
No sabe con qué se encontrará. Sabe muy bien que la realidad puede diferir de
lo que su mente ha creado para ella. Le teme a los silencios incómodos, a los
abrazos incómodos, a los besos incómodos. Teme no gustarle. Teme, simplemente.
Sin embargo avanza, ya está a mitad de camino, saboreando con anticipación el
primer beso. Él la espera con ansias. Lo inunda un deseo que no es nuevo, que
viene desde siempre. También tiene miedo. Teme cometer algún error. Teme no
estar a la altura de las expectativas. Teme no gustarle. Sin embargo espera,
sabe que no hay vuelta atrás, y se mueve por la casa como un león enjaulado
anticipando el momento en que la tenga en brazos.
La tarde es perfecta. El sol
calienta y una brisa suave y fresca mece la copa de los árboles. El aroma a
tierra inunda el aire. Un coche se escucha en el camino. Él sale a la puerta y
la ve bajar de la camioneta que la acercó hasta allí. Todavía no reparó en él,
sino que simplemente se acomoda el vestido azul a lunares y se sostiene el
sombrero para que no se le vuele. El conductor toca bocina y arranca la
camioneta. Ella queda sumida, por unos momentos, en una nube de polvo. Él
levanta la mano para saludar a quien se va, y sonríe al verla a ella de esa
manera. Cuando ella lo ve, levanta los hombros y los brazos y ríe. Luego, se
toma el volado del vestido y realiza una reverencia, antes de sacudirse el
polvo y comenzar a caminar. Él da unos pasos. Quiere correr a su encuentro, pero
reprime el impulso. Se muerde el labio. Espera. La imaginó muchas noches, pero
el aroma y la sensación de su piel poco se pueden anticipar. Ella también desea
abalanzarse a su pecho, pero no quiere demostrarlo. Sonríe, juega con el borde
de su vestido, haciendo las tonterías que él ya había imaginado y tanto le gustaban. Él ríe. Ríe
con una risa que viene de su niñez, pero con la profundidad de su presente
lleno de anhelos. El final de la carcajada queda suspendido en el aire tibio.
Ella ya está a mitad de camino. “Hacete la tonta. Que espere por tu abrazo, que
lo desee”, piensa para sus adentros. Pero en lo profundo teme no poder
contenerse y ser ella quien se lance al nido hueco de sus brazos. “Ok, está
pasando”, piensa él. “Ella está aquí. Quizás nuestras soledades se puedan hacer
compañía. Quizás su beso sacie mi sed”. Ambos han esperado tanto por este
encuentro, que procuran prolongar el momento de la unión lo más posible.
Poco falta, porque sus almas ya se vislumbraron, ya recordaron lo que habían
vivido antes de este presente. Ahora la soledad se les rebela con una furia
atroz, y ambos sienten que sólo un beso podrá calmarla. Ella avanza hasta
tenerlo a un par de pasos, y extiende la mano. “Dale, mi rey, acercate. Ya
llegué aquí, ahora movete vos”, piensa, pero no dice. Solo sonríe y oculta su
vista bajo el ala del sombrero. Él da un paso y se detiene. Abre la boca como
para decir algo. Ella piensa: “No, no hables. No cortes con palabras la magia
de este silencio”. Él comprende y calla. Sonríe, pero su sonrisa tiene algo de
un dolor que arrastra a cuestas desde antes. Es una sonrisa que dice: “Por
favor, no juegues más. Sólo abrazame”. Ahora él extiende sus manos. Ok,
entonces tendrá que ser ella la que ceda… Con la mano que aún tenía extendida, se
acerca y lo toma por una de las suyas. En el momento preciso del primer roce,
algo dentro de ellos estalla. La electricidad los recorre. Ella exhala
con sorpresa. Ya no recordaba poder sentirse así. Se echa hacia atrás sin
pensarlo y su mano comienza a resbalar… Pero él la retiene y con un impulso la
atrae… Llega el abrazo…. El primero…. La soledad se quiebra en pedazos y deja
lugar a una paz luminosa. Los cuerpos se acomodan, se vencen, se dejan ir. Ella
desliza, con una dulzura sin pretensiones, una mano por su nuca. Él se
estremece bajo la caricia llena de deseo. Cierra sus manos sobre la espalda a
lunares. Cae el sombrero y con él caen los miedos y las defensas. Él la
estrecha contra sí, como si temiese que se le pudiera escapar. Quisiera poder
hacerle saber, a través de su abrazo, lo mucho que la esperaba. Quisiera
quedarse allí el tiempo que dure una eternidad, para descansar en esa figura que lo recibe como a un viejo amante. Procura que cada parte de su cuerpo
encuentre reposo en el de ella. “Qué bien se siente su tibieza, su suavidad”,
piensa. Ella suelta el abrazo porque se siente desfallecer. Él deja escapar un
gemido doloroso y la retiene. Ella ríe, entre nerviosa y aliviada, y retoma el
abrazo con más intensidad. En puntas de pie se lanza sin reparos, para poder
abarcarlo por completo. Por un momento él pierde el equilibrio y cae hacia
atrás. Se recupera, pero ella queda en el aire, sostenida por él. Eso le
divierte, y la hace girar por el aire, para después soltarla. Se separan y se
miran, por vez primera, de alma a alma. “Puta, esta es la realidad que la
virtualidad escondía”, piensan ambos. Él se acerca y la toma por la cintura. Le
acaricia el pelo con delicadeza y ternura, como se toca a un recién nacido. Ella apoya la mejilla en su mano y cierra los ojos. Él le levanta la barbilla y la obliga a
mirarlo. Ella se sonroja al encontrarse con una mirada que ya había visto
antes, una mirada que vio en su corazón tantas noches antes de dormirse. Él
inclina la cabeza hacia ella… Ella sostiene la respiración… La nariz de él
acaricia sus labios, ella exhala con angustia. Ya no aguanta el deseo. Él
sonríe, porque la siente temblar. Ella avanza hasta sus labios… y la recibe un lecho
cargado de expectativas. Se funden en un beso suave, tibio, antiguo, de almas
que se reencuentran. Es ese beso que ya habían dado antes a los labios
equivocados, y que hoy encuentran en el otro el cofre donde guardar sus tesoros.
Mientras se besan inspiran con profundidad, para intentar absorber el aliento
del otro, el aroma que los rodea, el sabor que los embriaga. Las manos se
mueven tanteando la geografía del otro. Él se encuentra con los hombros suaves
al descubierto, con las curvas de la cintura y la suavidad del cabello. Ella se
aferra a una espalda ancha y protectora, a unas mejillas sonrojadas, a un
cuello firme. Por unos momentos desaparece el mundo a su alrededor. El tiempo se
funde en un presente sin memoria. No existe nada más que ese beso, que ese
abrazo... Sin embargo, el sol de la tarde empieza a quemarles los hombros.
Entonces él la levanta y se la lleva a la casa, al abrigo de las
sombras. En el interior, fresco y en penumbras, se miran con
angustia, con desesperación. Y de nuevo la unión del beso que los funde en una
unidad eterna. Él la toma con fuerza por la cintura laxa, ella le tira de los
cabellos. Le muerde los labios con desesperación, él exhala con satisfacción.
Ella se separa y se ríe, juguetona… Él se queda inmóvil, sonriendo. Ella
comienza a retroceder. Necesita respirar por unos segundos. Asegurarse de que
lo que está sucediendo es real. Él avanza, pero ella le pone una mano en el pecho para detenerlo, y sigue hacia atrás. En su camino choca con el sofá. Se
sorprende, ríe y mira por sobre su hombro. Cuando vuelve la vista él está cerca, muy
cerca. La toma con determinación por la mejilla y la cadera y besa su cuello como si saboreara
un mango fresco y jugoso. Ella exhala con dolor, con placer, y piensa que ya es
momento de dejarse ir, de perderse en el mar de deseo que la mece y la hunde a
las profundidades. El último muro se derriba cuando se miran a los ojos en la
semipenumbra, sonríen, y las almas asienten. Sí, te recuerdo, del jardín. No
sabes cuánto te extrañé… Él la abraza y la recuesta sobre el sofá, ya no hay
más resistencias. Y contempla, bajo la luz tenue y naranja del atardecer que
se cuela por la ventana, la silueta de esta desconocida que lo acaricia como si
ya conociera los caprichos de su cuerpo. Y ambos imaginan, antes de fundirse, cómo la soledad los está mirando por una última vez, antes de dejarlos ir.
No sé por qué pero sentí que en la descripción inicial, más de uno nos podemos sentir identificados. Como si fuera el Manifiesto de inauguración del Sgt. Pepper Lonely Hearts Club Band, o algo así.
ResponderBorrarLa subsumisión a la mecánica virtual: ¿Puente o muro? Da igual, pero qué distante hace todo.