Siempre me gustaron las narices rojas. Por eso tengo más frío en verano.
(La frase del título la dijo un profe mío en la facu y me quedó resonando. He aquí la historia que inventé para esa frase)
Creo que todo se reduce a ese recuerdo, aunque ahora no me atrevo a afirmar si realmente sucedió así o mi mente lo recreó de esa forma. Como sea, se siente más real que mi reflejo por las mañanas.
Mi mamá enfundada en una campera mullida de estampado floreado, saliendo de la cabaña. Sus botas negras pisando la nieve que cede bajo su peso. Comienza a buscarme con la mirada. De pronto me ve, sonríe, y ciertos detalles se me graban a fuego. El blanco de sus dientes, el aliento que se condensa al escapar de su boca en cada exhalación, la nariz colorada por el frío y por el sol, y los ojos sonrientes... Nunca volví a verla tan feliz...
Luego vinimos a Buenos Aires, donde ya no nevaba y las sonrisas de mi mamá no llegaban a sus ojos. Mirando hacia atrás comprendo que yo era demasiado pequeña para entender. Por eso me enojé con ella cuando me trajo a vivir a un departamento demasiado chico a vivir con mis abuelos. Me volvía loca que hiciera tanto calor. ¿Y dónde estaba mi preciado paisaje blanco que me enceguecía? Pocas veces extrañé a mi papá, y como el simple hecho de mencionarlo hacía temblar a mamá (ahora creo que de miedo, pero en su momento no me daba cuenta), lentamente su recuerdo se fue mezclando con el de otros hombres: el pediatra, mi maestro de plástica, mi primo más grande que vivía en Avellaneda...
Mi mamá era muy sobreprotectora. Nunca me dejaba ir a ningún lado sola, y yo ya era bastante tímida, así que no tenía muchos amigos. Por eso me sorprendió que en séptimo grado me mandara al viaje de egresados. Fue un viaje hermoso, iniciático, lleno de sorpresas... Córdoba se parecía bastante a las montañas cuando no tenían nieve. Ya habían pasado algunos años, pero yo nunca olvidaba mi casa de antes. El segundo día desde que llegamos al hotel, después de una excursión a un museo muy divertido, nos dieron tiempo para meternos a la pileta. Lucas, el chico que me gustaba desde cuarto grado, se la pasó mirándome toda la tarde, hasta que a alguien se le ocurrió jugar a la pelota. Entonces todos salimos de la pileta y fuimos para las canchitas. Él y otro compañero fueron los encargados de armar los equipos. De las mujeres, la primera que eligió Lucas fui yo. A mí siempre me había gustado jugar arriba, bien cerquita del arco contrario, para esperar la pelota y meter el gol. Lucas jugaba de volante. En una de esas me pasa la pelota. Yo la paro, apunto y le pego. ¡GOL! Lucas vino corriendo para abrazarme, me alzó, y así, bien apretada, me llevó hasta nuestro lado de la cancha. Después me soltó, me dio un beso en la mejilla y se reanudó el juego. Cuando nos llamaron adentro sólo me dijo: "¡Uy, te re quemaste!", señalando mi hombro. Efectivamente, estaba toda colorada y pecosa, y tenía la marca de la musculosa.
Esa noche, después de cenar, varios varones vinieron a nuestro cuarto, y mientras ellos jugaban al chinchón con las chicas, con Lucas nos fuimos al balcón a ver la silueta de las montañas recortadas por la luz de la luna. Me moría de ganas de que me bese, pero el muy lento no lo hacía. Por eso yo lo mantenía entretenido hablando de cualquier cosa. No fuera que se aburriera y quisiera ir adentro a jugar a las cartas. Pero en un momento entraron los preceptores y echaron a todos. Urgida por la interrupción, y antes de que nos pesquen, lo agarré a Lucas de la cara y le enchufé un beso. Él sonrío... con los ojos... y su nariz colorada por el sol... El corazón me dio un salto en el pecho.
Esa misma noche, cuando me fui a lavar los dientes me di cuenta que yo también sonreía con los ojos, que yo también tenía la nariz colorada por el sol, y que cada vez me parecía más a mi mamá... Juro que pude sentir el frío que me quemaba la cara. Mi cuerpo se estremeció como si una ráfaga helada se hubiera colado por la pequeña ventana del baño. Miré mis pies descalzos sobre los cerámicos. No, no estaban hundiéndose en la nieve, y creo que nunca más lo harían. Pero allí estaban: la nariz roja y la sonrisa...
Es al día de hoy, ya adulta e igual a mi madre, que esos recuerdos me hostigan con su belleza. Por eso siempre me gustaron las narices rojas... Por eso llevo siempre un saquito en verano... No, no soy friolenta. Es simplemente que en verano tengo más frío.
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